Presentación e introducción: mi declaración de intenciones
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Me presento: soy un ser humano dual, como cualquier otro ser humano lo es. Esto significa que presento las mismas características generales de cualquier ser humano, pero al mismo tiempo represento una singularidad personal propia que me diferencia del resto de seres humanos. Por tanto, soy tan igual (en lo general) como simultáneamente diferente (en lo particular) al resto de mis congéneres.
Nací en una pequeña, pero bella ciudad española rodeada de montañas y situada al sureste de la península ibérica, en el interior de la provincia de Alicante. Se llama Alcoy y es famosa por sus fiestas de moros y cristianos. Según el INE (Instituto Nacional de Estadística) en 2024, tiene 60.372 habitantes.
No recuerdo casi nada de mi infancia. Lo único que sé objetivamente hablando es que a los dos meses de nacer sufrí una neumopatía obstructiva asfixiante (según decía el informe médico) y experimenté un paro cardíaco. Se suponía que debía morir, parece ser que me reanimaron y contra todo pronóstico sobreviví. Personalmente no recuerdo nada, como es obvio, de todo eso, por tanto, a efectos prácticos, es como si no hubiera sucedido. Pero pasó algo curioso que luego me ha hecho tanto reflexionar como fantasear con ello. La doctora que me atendía le contó a mi madre que la vida era, a veces, incomprensible. Parece ser que no salía de su asombro por este acontecimiento: entra un niño pequeño a urgencias con un simple dolor de cabeza. No tenía nada cuantificable a nivel objetivo y médico, pero a las pocas horas fallece. Al mismo tiempo entro yo como bebé con una neumonía gravísima, sufro un paro cardíaco y sin ninguna posibilidad de salir adelante, me aferro a la vida y sobrevivo. ¿Cómo puede ser? Evidentemente la doctora no tenía explicación y estaba perpleja. Pero esto no es nada, en realidad y como mucho, un pequeño detalle cotidiano. Pasan más, muchas más cosas asombrosas a cada instante. Para cualquier persona normal, centrada en sacar adelante el día a día, con sus rutinas, costumbres, hábitos y creencias, donde todo es previsible y repetitivo, esto no tiene ninguna importancia ni interés. Hasta que la vida le lleva a los límites de la realidad. Para quienes investigamos esos límites, en cambio, las cosas son muy diferentes.
Parece ser que la vivencia tan extrema y cercana a la muerte que viví con solo dos meses de vida dejó algún tipo de huella en el interior de mi psique, pues me contó mi madre unas cuantas veces ciertos detalles conductuales inconscienciados de mi infancia que podrían apuntar en esa dirección: una vez, mientras me duchaba en un barreño, siendo pequeño, afirmaba que intenté saltar fuera huyendo del agua y si no me coge en el último segundo, me lanzo al vacío (el barreño estaba dentro de un lavadero a cierta altitud para un niño pequeño). Otra vez, no muchos años después, siendo todavía un niño, mi padre me apuntó a un curso de natación, pero el primer día no solo me negué a sumergirme en la piscina, sino que monté un escándalo, berreando. Mi padre se enfadó, pero cómo me vería de alterado el profesor de natación, que le dijo a mi padre que desistiera. Parece ser que durante la infancia entré un par de veces en pánico ante el agua.
¿Sería miedo al ahogo debido a algún tipo de trauma psíquico en mi interior, derivado de aquella experiencia de asfixia con la neumonía que casi me mata pocos meses después de nacer, o no tendría ningún tipo de relación y simplemente sería una reacción infantil normal?
Casi a punto de cumplirse el medio siglo de aquella vivencia inicial en los límites de la realidad creo que la respuesta podría decantarse a favor del trauma psíquico, pues desde entonces arrastro una especie de problema menor, a nivel psicológico, con la respiración, que conlleva entrar en procesos ansiógenos con facilidad cuando me falta un poco el aire, pero también cuando estoy en alguna situación claustrofóbica, a destacar en particular quedarme encerrado en algún ascensor, especialmente con más gente, sobre todo si es de tamaño reducido. Por suerte y gracias a todos los recursos personales que he desarrollado a nivel interior durante mis tres décadas de autoindagación, puedo gestionar bastante bien esos procesos ansiógenos, evitando entrar en pánico, incluso con la hiperactividad mental disparada e inundándome de pensamientos aleatorios invasivos e intrusivos.
Por descontado que ya conozco de sobra la posible respuesta y explicación materialista racional derivada del conocimiento neurocientífico actual: es altamente improbable que las vivencias posteriores con el miedo al ahogo deriven de un trauma psíquico por aquella vivencia traumática inicial, pues el cerebro de un bebé con dos meses de vida no está desarrollado como para generar un trauma perdurable. Pero aquí viene una de las cuestiones que considero más importantes de toda mi investigación sobre los límites de la realidad: ¿y si el cerebro, la mente y la consciencia son cosas distintas, en lugar de la misma cosa?
La adolescencia fue una etapa vital extraña. Era una especie de "fantasma" apático que vivía casi por inercia. Aunque parece ser que en la infancia era de carácter alegre (según luego me contaron ex compañeros del colegio que me conocieron en esa infancia), no obstante, en la adolescencia entré en una especie de apatía. No era algo patológico, sino que simplemente no sentía una motivación específica por algo en particular. Nunca entendí lo de tener que estudiar por obligación y observaba mi entorno como si fuera un heinleiniano "forastero en tierra extraña". Siempre uso esa expresión literaria (por el escritor estadounidense de ciencia ficción Robert A. Heinlein [1907-1988] y su obra maestra de 1961 Forastero en tierra extraña) porque define a la perfección cómo me sentí durante toda la adolescencia. Creo que es una experiencia bastante común en esa época de nuestra vida como humanos. Pero a partir de ese momento me llevé muy mal con las obligaciones del tipo que fueran. Algo en mi interior se rebelaba contra cualquier tipo de obligación, pero durante esa adolescencia citada no mostré mi inconformidad con nada, básicamente porque no tenía orientación ni rumbo vital establecido. Sí, acudía al colegio todos los días porque no me quedaba más remedio y era lo que tenía que hacer, pero nunca atendí en clase. Tengo un vago recuerdo difuso sobre aquella etapa temprana de mi vida y en mi memoria es como si hubiera estado en una nebulosa dispersa, únicamente dejando que el tiempo pasara. Eso sí: no tuve traumas ni problemas sociales e interpersonales como el acoso escolar ni nada parecido. Todo lo contrario. Siempre fui uno más, aceptado por todos, aunque también desarrollé un comportamiento peculiar: rechazaba ir con un grupo de gente normal para acercarme a los marginados, acosados y despreciados. No tengo ni la más remota idea de por qué actuaba así, pero siempre lo hice. El resto de compañeros del colegio tampoco se lo explicaban y me preguntaban el motivo por el cual decidía ser amigo de los marginados en lugar de ir con ellos y formar parte del grupo aceptado. Yo siempre me encogí de hombros. No tenía respuesta.
Desde bien pronto me llevé mal con mi madre. Si bien es cierto que mis padres fueron buenos padres protocolarios y cumplieron con sus funciones filiales a la perfección, no obstante, siempre fui problemático por un motivo o por otro.
Con mi padre no tuve mucho trato, ya que no me entendía y decidió dejarme en paz, sin interferir en mi vida. De esa manera pudimos llevarnos lo mejor que nos podíamos llevar. Pero siempre cumplió con sus funciones paternas y nunca me falló. Se llamaba Pedro Barrachina Insa. Nació el 25 de mayo de 1941 en Cocentaina, Alicante, Comunidad Valenciana, España y murió el 20 de febrero de 2005 en el Hospital General Universitario Dr. Balmis de Alicante, debido a un mesotelioma pleural difuso maligno que desarrolló por haber trabajado durante años reparando material ferroviario, tras una larga exposición a los asbestos (amianto). Le diagnosticaron el cáncer mortal por necesidad en el verano de 2003. Hasta el momento no había tenido ningún problema de salud, siendo un referente en el autocuidado personal y eso que ahora se llama un estilo de vida "fitness", o lo que es lo mismo: mi padre fue una persona en buena forma. No fumaba tabaco, no bebía alcohol, nunca tomó ni una sola droga y a pesar de ser omnívoro llevaba una dieta lo más saludable posible según sus conocimientos. A nivel profesional fue carpintero. Sus aficiones eran la numismática, el boxeo y el ciclismo. Practicaba estiramientos, gimnasia, natación y ciclismo (de carretera y de montaña) como ejercicio diario hasta entrar en su sexta década de vida. Pocos meses después de cumplir los 62 le diagnosticaron el cáncer que acabaría con él un año y medio después. A partir de ahí envejeció repentinamente hasta parecer un anciano y ya nunca se recuperó ni fue quien había sido. Murió conmigo, en la planta de oncología, aferrado a la vida. Le costó mucho soltarse y descansar por completo, con una peritonitis que le hinchó grotescamente el abdomen y el cuerpo lleno de metástasis, respirando durante una semana entera por la boca, en coma y de manera exagerada, como si quisiera aprovechar hasta la última bocanada de aire que le quedaba. Nunca sintió el mínimo interés por explorar ni conocer los límites de la realidad. Evitaba hablar de la muerte y si salía el tema, desviaba la atención y lo esquivaba. Desde la juventud pensaba que viviría hasta los 84 años aproximadamente y actuaba en consecuencia, posponiendo las cosas para más tarde. Supongo que eso le hizo experimentar un traumático despertar en la aplastante realidad cuando vio que estaba enfermo de verdad y sus expectativas se hacían añicos. Me parece que nunca supo explícitamente la enfermedad que acabó con su vida, pero siempre lo sospechó, pues dos ex compañeros suyos del trabajo habían muerto antes que él del mismo tipo de cáncer.
Mi madre se llama Margarita Cerdá Muñoz de Ribera. Nació el 5 de julio de 1949 en Alcoy. Aunque ha tenido varios problemas de salud más o menos graves (incluyendo un cáncer de útero a finales de 2010) y una amplia diversidad de achaques menores, en la actualidad tiene 75 años. Aunque desempeñó una amplia diversidad de trabajos, tras el matrimonio con mi padre en 1973 y la posterior maternidad, se dedicó básicamente a ser ama de casa. Luego volvió a trabajar unos años, pero acabó dejándolo. Ella siempre quiso tenerme. Por descontado que tener hijos era la clave del posible matrimonio con mi padre. Él no quería ni le entusiasmaba nada la paternidad, pero mi madre le dijo que la maternidad era esencial para ella, por tanto mi padre decidió hacerla feliz y seguir juntos. La infancia de mi madre fue muy difícil y traumática por motivos intrafamiliares y mi padre siempre estuvo sensible con ella y al pie del cañón. Fui el primogénito varón. Casi un lustro después tuvo a mi hermano, David Barrachina Cerdá. Cuando estuve a punto de morir al poco de nacer, mi madre se llevó un inmenso disgusto y un enorme trauma psicológico. Estuvo a mi lado todo el tiempo, aferrada a la posibilidad de que viviera. No le dieron ninguna esperanza pero ella se rebeló y le dio igual. Posiblemente eso hizo que luego estuviera demasiado pendiente de mí y se volviera difícil la relación con ella, pues siempre intentó llevarme por el camino establecido para todos por igual, interviniendo e interfiriendo con sus buenas intenciones, pero yo decidí seguir otros caminos tortuosos y nada convencionales. Debido al carácter (no me cabe duda de que heredé el carácter de mi madre) que ambos tenemos, nuestra relación maternofilial fue desastrosa. Nunca nos llevamos bien y durante cuatro décadas tuvimos una relación muy conflictiva que desembocó en varias tentativas por mi parte de ruptura. La definitiva llegó el 26 de abril de 2019. Desde entonces no tengo relación, trato ni contacto con ella.
En la adolescencia me llevaron mis padres a la psicóloga del colegio debido a mi comportamiento apático y por consejo suyo, a un neurólogo pediatra para ver si el paro cardíaco siendo bebé había dejado secuelas, pero no pudieron sacar nada en claro. Aparentemente todo estaba bien. Aunque parece ser que desde la adolescencia mi madre empezó a sospechar que tenía algún tipo de enfermedad mental, obsesionándose con ello a medida que pasaron los años y mi comportamiento se volvió excéntrico, raro y errático. Entre 2007 y 2008, tras conocer a una psicóloga y trabajadora social, derivada de la muerte de mi padre, con la que hizo amistad personal, se autoconvenció definitivamente de que yo sufría un trastorno bipolar (en realidad llevaba ya años autoconvenciéndose por su cuenta). La psicóloga, que sí sufría TOC (trastorno obsesivo-compulsivo) desde la juventud, aunque nunca lo hizo público, acabó de reafirmarla en sus creencias.
En un momento de intensa vulnerabilidad y crisis vital por la que yo estaba pasando, debido a una serie de circunstancias adversas y desafortunadas, junto con cierto estilo insaludable de vida que llevaba, intentó dirigirme hacia un diagnóstico psiquiátrico, pero lo único que saqué en claro de toda aquella presunta "ayuda" ofrecida por mi madre y su nueva amiga psicóloga, fue la incompetencia de la psiquiatría, al menos en mi caso, cuyo modus operandi me recuerda más a la pseudociencia que a una verdadera e hipotética ciencia, con diagnósticos subjetivos e infundados por completo. Visité a dos psiquiatras y le pedí consejo a un tercero, que era el único que me conocía desde hacía años (tuve amistad con él al dar comienzo sus estudios de medicina casi una década antes de aquel suceso). Los tres dieron diagnósticos diferentes, que oscilaron entre trastorno bipolar hipomaníaco, trastorno generalizado del desarrollo (autismo), trastornos conductuales y absolutamente nada, es decir, que estaba sano. ¿A quién creer? Mi decisión fue prescindir de psiquiatras y psicólogos a partir de entonces, echando mano de mis propios recursos.
Y entonces llegó el 21 de abril de 1995.
¿Qué sucedió el 21 de abril de 1995?
Para entender lo que sucedió en esa fecha, primero nos tenemos que remontar un año atrás. El 14 de febrero de 1994 fui llamado a filas. Era uno de los últimos reemplazos del servicio militar obligatorio. Pasé nueve meses en el cuartel de Capitanía General de la que por entonces era la III Región Militar de España, en Valencia. Fui policía militar durante nueve meses y llegué incluso a tener el grado no profesional de cabo instructor. Por aquella época llevaba casi dos años practicando boxeo de manera autodidacta. Entonces hice amistad con un quinto mío de Motilla del Palancar (Cuenca) llamado David Calandín. Hicimos amistad gracias a nuestras aficiones comunes, en particular el deporte, correr y el culturismo. Él era cinturón negro primer dan de kárate shotokan. Y así, el 7 de octubre de 1994, en la recta final de nuestra permanencia en el ejército, me inició el compañero en la práctica de artes marciales. Derivado de esa iniciación, empecé a leer libros relacionados con el tema y ese interés sí despertó una primera pasión motivadora que, medio año después y habiendo recuperado mi vida como civil, cristalizó en el comienzo de mi investigación personal autodidacta sobre los límites de la realidad.
Todo lo que pasó el viernes, 21 de abril de 1995, pudo suceder gracias a un acontecimiento intrascendente en su momento, pero que sería crucial después. No recuerdo la fecha con exactitud, pero tuvo que suceder un lustro atrás, allá por 1990. Atravesando la plena adolescencia, todos los años ensayábamos un baile para celebrar el fin de curso. Ese baile se escenificaba en el polideportivo municipal Francisco Laporta, que estaba ubicado en las afueras de Alcoy, enfrente del cementerio. Por algún extraño motivo que no logro entender, junto al compañero de clase con el que mayor amistad tenía en ese momento (se llamaba Rubén Castañer), nos gustaba visitar el cementerio. Allí descubrimos la tumba de un karateka alcoyano que, si mal no recuerdo, se llamaba Néstor Gisbert Marcos. Había fallecido a los 32 años de edad, allá por 1989, parece ser que en un accidente de tráfico (según me dijo un ex profesor de judo que lo conoció personalmente). En la lápida de la tumba estaba grabada una enigmática frase de un tal Lobsang Rampa. Por algún motivo que desconozco, esa frase (que por descontado no recuerdo pero era mística y espiritual) quedó grabada en mi interior y a partir de ese momento, subí paseando al cementerio muchas veces a lo largo del siguiente lustro, para visitar la tumba del karateka fallecido como si hubiera sido un familiar muy importante o incluso un amigo íntimo mío.
El viernes, 21 de abril de 1995 era el primer día de las populares fiestas de moros y cristianos en Alcoy. A lo largo del Paseo de Cervantes, donde había un enorme parque, se ubicaban en aquella época toda una serie de tiendas de venta ambulante durante las fiestas de moros y cristianos, que duraban unos 3 días aproximadamente. Aquel viernes que lo cambiaría todo en mi vida, di un paseo por los "tenderetes" (como solíamos llamar a esas tiendas), deteniéndome a ver el que vendía libros. Durante el primer vistazo no podía creer lo que estaba viendo: un libro de Lobsang Rampa. Por descontado no sabía que aquella enigmática frase en la tumba del karateca alcoyano provenía de un autor famoso y superventas que había escrito y publicado libros. Por tanto compré un ejemplar y me fui a casa para empezar su lectura. Enseguida me percaté de que eran dos libros en un único volumen, por tanto la alegría fue doble. Nunca olvidaré el regocijo que experimenté. Fue mi primera experiencia con los límites de la realidad.
Me volví consciente por primera vez de algo muy inequívoco, que todos experimentamos continuamente en nuestra vida, pero obviamos al no prestarle una selectiva atención consciente: si no hubiera aparecido la tumba del karateka y aquella enigmática frase, nunca jamás le habría prestado la mínima atención al doble libro de Lobsang Rampa, pues no hubiera significado nada para mí en aquel momento.
¿Estamos ante coincidencias fortuitas que no tienen mayor importancia que la que decidamos darle, o por el contrario se trata de algo más?
Así dio comienzo mi primer encuentro con los límites de la realidad que marcaría el resto de mi vida hasta hoy, 30 años después. Todo iría cobrando sentido poco a poco a medida que transcurriera el tiempo y explorara esos límites, dejándome guiar por las vicisitudes de los acontecimientos acaecidos aparentemente de manera arbitraria y fortuita, sin sentido alguno, a cada momento, pero que transcurrido el tiempo suficiente y vistos en retrospectiva forman patrones identificables e interconectados para darle sentido a todo lo vivido, conduciendo hacia un lugar inequívoco. Un lugar totalmente subjetivo, muy personal e intransferible por completo pero, que llegado ya el tiempo de su cumplimiento, ha supuesto el inicio de la escritura de este dietario.
Se trata de un proyecto esparcido en muchos lugares diferentes, tanto virtuales como materiales. La mayoría de esos lugares ya no existen, pues en su momento fueron destruidos, por motivos que desconozco. Supongo que habían cumplido su función y no debían permanecer. O tal vez sucedió porque era necesario que así sucediera para poder continuar adelante. Sinceramente no lo sé. Por algún motivo que también desconozco he necesitado plasmarlo todo en algunos soportes, escribiendo. Al principio lo hice a la manera tradicional, es decir, escribiendo dietarios amanuenses en libretas y con bolígrafos, a veces de color azul, la mayoría de las veces de color negro.
El primer dietario lo empecé a escribir dos años antes de mi "despertar" a los límites de la realidad. Corría 1993. Era un dietario curioso, pues fue el único que hice yo a mano, doblando hojas cuadriculadas de libreta en formato DIN-A4 por la mitad. Improvisé las tapas con el cartón de las tapas originales, cortado por la mitad y unido con cinta aislante. Convertí una libreta convencional en un cuaderno muy rudimentario pero de creación propia. Nunca volvería a crear ningún cuaderno más. A partir de entonces solo usaría o libretas o cuadernos, decantándome por las hojas lisas (sin rayas ni cuadrículas). Considero libretas al encuadernado de hojas y tapas con anillas y cuadernos al encuadernado de hojas y tapas con pegamento, simulando ser un libro. A partir de 2006 empecé a escribir en word, a través de un ordenador portátil, convirtiendo todo lo escrito a pdf.
Mi conversión de la escritura amanuense a la escritura digital nunca terminó de convencerme del todo y por el tiempo volví a ella. A finales de 2008 descubrí por primera vez los cuadernos Moleskine de 240 páginas, con las tapas duras, de color negro. Marcaron un punto de inflexión en mi escritura amanuense, pero pronto los abandoné hasta el 25 de mayo de 2021, cuando volví a ellos. Esta vez solo compré cuadernos Moleskine de 400 páginas, con las tapas duras y en rústica, pero ampliando los colores (negro, azul y rojo). Cada color determinaba un estilo literario diferente. Las tapas de color negro eran para escribir reflexiones y artículos. Las tapas de color azul eran para escribir relatos de ficción. Las tapas de color rojo eran para escribir dietarios autobiográficos. Aunque al final mezclé estilos.
Entre finales de 2024 y principios de 2025 he dejado prácticamente de escribir cuadernos amanuenses para dedicarme al blogging. En 2009 me inauguré como bloguero por primera vez y a pesar de gustarme mucho más que cualquier otra escritura digital, no obstante siempre era algo temporal, antes de eliminar los correos electrónicos, sus perfiles y blogs asociados. Los últimos dos blogs los tuve a finales de 2019 y principios de 2020. Coincidiendo con el deterioro de las teclas, la memoria y el funcionamiento del último ordenador portátil que tuve, estropeado de manera definitiva a principios de 2021, decidí eliminarlo todo y volver a la escritura amanuense, sin actividad bloguera ni casi internáutica (exceptuando un par de pódcast donde leía mis escritos o improvisaba reflexiones y reseñas) hasta el 21 de julio de 2024. Esta vez todo el contenido virtual es creado mediante teléfonos inteligentes. Desde entonces sigo activo blogueando con un proyecto principal (y otros dos ya finalizados aunque no eliminados de momento) al que ahora, tras haberlo meditado mucho durante varios días, se une este que acaba de empezar. No puedo prometer nada, excepto que ya veremos lo que surge y cómo queda.
Pero vayamos, por fin, al grano para cerrar esta primera entrada. He aquí mi declaración de intenciones:
- Este dietario virtual está compuesto por ideas, especulaciones, reflexiones y pensamientos totalmente subjetivos de cosecha propia.
- Todo lo que digo por aquí no es la verdad, sino una serie de interpretaciones personales sujetas a constantes cambios, que dependen de mis vivencias, aprendizajes y sobre todo limitaciones (perceptivas, cognitivas, neurológicas, biológicas).
- En última instancia todo lo que argumente y afirme por aquí no proviene de lo que sé a ciencia cierta sino de lo que personalmente creo saber, intuir y concluir de manera provisional.
- Por tanto mi consejo es que no tomes nada de lo que leas aquí en serio. Indaga, busca, investiga y contrasta la información que encuentres en este blog, pero nunca jamás la tomes como algo esencial o importante más allá de lo anecdótico, a menos que algo te sirva para lo que sea. Entonces sí, hazlo tuyo y quédate con ello mientras te sirva o sea útil.






